I
Charles Bailey sabía que no podía contar que
su corazón era de metal. Temblaba cuando se quedaba a solas ya que, al estar en
completo silencio, podía sentir el frío interior de un corazón helado. A sus
treinta y cinco años su meta era darles calor a sus débiles latidos, buscando
un poco de humanidad en las personas. En realidad, ya sabía que hacer, pues
todo empieza dando el primer paso. Y los pasos eran aquellos que le guiaban en
pos de la búsqueda casi enfermiza de aliento humano.
Odiaba al gato callejero que
se empeñaba en colarse en casa, buscando un poco de alimento y en invierno
calor; él lo despachaba con una patada o una voz. La vieja sirvienta que había
permanecido fiel a su lado desde su nacimiento, llamada Margaret, se empeñaba en
darle sobras a ese gato blanco con manchas marrones, con heridas de guerra de la
crueldad de algunos niños.
Aquel día era poco luminoso,
entraba una tímida luz a través de las viejas cortinas antes blancas, ahora
grisáceas, desteñidas de tanto uso. Los nubarrones que cubrían el cielo, iban a
una gran velocidad, por eso Charles, intuía el viento de la calle. Se oían
sonidos de carruajes, algunos chirriantes, que iban con prisas. Los caballos
corrían con brío, azuzados por voces inquietas y latigazos estridentes. Estaba
claro que la tormenta que iba a arreciar asustaba a propios y extraños. Pero al
señor Bailey, como le llamaba Margaret, le daban igual las tormentas. Hacía
mucho que sólo salía a la calle contadas veces, imprescindibles. Normalmente, lo
hacía con su imaginación, su imaginación era mágica, tan mágica, que había
logrado más cosas con ella que con la acción física. Si pensaba en un té
caliente, allí estaba Margaret al poco con la fina porcelana y el líquido
humeante. Si pensaba en un día soleado, de manera inesperada cambiaba el cielo
de color y se separaban las nubes, despejando el camino al sol. Sólo que esta
magia, tenía su lado oscuro, dejaba su corazón cada vez más corto de vida, se
iba convirtiendo en metal, día tras día. Había dejado casi de comunicarse, de
tener un aliento cercano cariñoso que le dotase del preciado bien del
sentimiento.
Su meta más necesaria, era
conseguir ese aliento. Lo había intentado enviando cartas a sus antiguos
amigos, pero las excusas de que estaban muy ocupados llegaban sin cesar. Era la
respuesta a su falta de compañerismo y contacto, y a que su pequeña fortuna
heredada parecía hacer aguas.
–Margaret, ¿ha venido alguien?
Me pareció oír un leve ruido en la puerta.
–Sólo era el verdulero, pero
hoy no necesitamos nada, -decía ella desde la puerta, con su voz ya madura y
parsimoniosa.
Charles se desesperaba, tanto
que había preparado potingues de antiguas recetas de brujas, no funcionaban.
También recordaba a un doctor chiflado que había dicho que el corazón humano se
parecía al de un cerdo, casi le había costado que le condenasen al cese de su
quehacer. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, quizá un mes o dos hasta que su
corazón fuese entero de metal, y entonces dejaría de funcionar, cesarían los
latidos que le conectaban con su cuerpo y ya, no habría más compañías, ni
soledades.
Ante tanta desesperación,
intentó contactar con señoritas de bien, venidas a menos sus familias, pobres
como el más pobre de los mendigos, que se ofrecían a casarse casi por tener
techo y comida con caballeros que les devolvieran ese puesto en la sociedad. No
había funcionado, en cuanto sabían que era solitario, taciturno, que no salía
apenas de su hogar, pensaban en una vida hastiada y poco dulce, entonces
buscaban a otro que más influyese y menos diese que hablar.
Sucedió entonces que la vieja
Margaret, que más había sido una madre desde que sus padres falleciesen cuando
él era un adolescente alegre, murió de repente. No se supo muy bien la causa,
pero dejó a Charles hundido en la pena más profunda, viendo la terrible soledad
que sobre él se cernía. Muchas personas se reunieron en el lúgubre cementerio
para la despedida. Ella era bien querida, y un lo siento, sonaba en cada boca. Pasaron
días de angustia terrible que le encogían el pedazo de pecho en el que aún
latía su parte certera de corazón humano. Soledad. Mucha soledad.
II
Había ya pasado un mes desde
que se había ido su amada Margaret, que siempre le decía ,”señorito Bailey”, y
él, “por Dios, llámame Charles de una vez”, “jamás” le contestaba ella tajante.
En este breve tiempo se había
dejado desvanecer, era como un fantasma. Aunque sentía el cuerpo pesado, el
alma se hallaba ligera, acercándose el adiós en fúnebre espera. Ya no luchaba,
ya no salía, le dejaban los alimentos en la puerta y les dejaba las monedas
debajo de una piedra. Miraba por la ventana el amanecer y el anochecer. La casa
estaba sucia, los objetos ya no brillaban, las pequeñas escaleras que iban al
piso de arriba no lucían en el esplendor del mármol blanco. Tic tac, sonaba en
reloj de cuco de la entrada, con las agujas en forma de sonrisa, Charles estaba
convencido de que así se detendrían, sonriendo.
Entonces, en un momento de
lucidez amarga, intuyó una solución que no traería la paz al párroco, pero daba
igual. El muy necio se había negado a visitarle. Ese anticuado personaje, lo
había convertido en despreciable a ojos del señor. La iglesia también le había
fallado. Pero volviendo a su idea, se levantó y paseó de la ventana a la pared
y de esta a la ventana. Rápidamente fue a la puerta y miró enfrente, allí
estaba parado el carruaje en el que antaño se movía por la ciudad, antes de convertirse
en ese ser solitario. Silbó para que se acercara el cochero y, dándole una
importante cantidad de monedas de las que aún tenía, le susurro un mensaje.
Este le miró extrañado, pero dio un golpe con la palma de la mano en su
sombrero y dijo:
—Así se hará.
Y se fue raudo y veloz.
Charles se dio cuenta de que hacía sol y sonrió. Hacía tanto que no sonreía,
que le dolieron las facciones. Entro nervioso, subió y preparó un baño, antes
siempre se lo hacía su amable Margaret. Se atusó como nunca y se perfumó. Y
sacó un traje alegre que parecía animarle al ponérselo, como si su personalidad
intentase cambiar. Bajó corriendo y esperó. Tenía que preparar alguna táctica
sobre la marcha. No sabía muy bien como resultaría el encuentro, pero si
devolvía su corazón al estado normal, habría valido la pena. Puso la mano
derecha sobre el pecho y sintió el frío del metal, que lo atravesaba. Paseó de
una esquina a otra, hasta que sonó el timbre. Aquí llegaba su esperanza. Fue a
la puerta y la abrió. Allí había una “señorita”, aunque la definición correcta
sería una puta. Sus rizos pelirrojos caían sobre su rostro lleno de pecas. Escondía
una sonrisa forzada, no real. Su cuerpo era frágil como el de una mariposa, no
muy alta, pero bien tallada, con un vestido apretado y un escote de los que se
llamarían agraciados. Se intuían unas piernas que se escondían en unos botines
de piel con cordones y un vestido largo marrón. Así estaba bien, pues la
discreción era importante para no crear más habladurías innecesarias. Ella le
miró a él, y vio un rostro joven pero cansado, arrugas anticipadas que
crispaban un poco el rostro, bello de por sí. Unos profundos ojos marrones que
la miraban con curiosidad y desconcierto, y un cuerpo delgado un poco corvo, de
una altura normal, con un traje de cuadros azules y verdes, demasiado alegre
para su rostro triste. Después de unos breves momentos le indicó el salón y
ella, al pasar a su lado, en un movimiento de artista circense le rodeó con la
pierna derecha por detrás.
—¡Así no! Sólo pase, así no me
sirve.
Ella obedeció con
desconcierto. Le habían dicho sus compañeras que no fuera, pero a ella nada le
asustaba.
—¿Qué quiere decir así no,
caballero? —preguntó ella temerosa— ¿qué es lo que busca?
—Busco amor —tajante él.
Ella se rio incomodándole.
—Sólo eso ¿eh? Yo le daré lo
que necesita.
Se acercó insistente y él la
rechazó con una mano firme, apoyada en el delicado hombro.
—Su nombre, señorita.
Ella se volvió a reír
estrepitosamente, mientras le decía que su nombre era Lorena.
—Pero buen hombre, nosotras no
damos amor, aunque si usted quiere podemos llamarlo así. Yo he retozado con lo
más importante de la ciudad y le aseguro que no me pedían amor.
A Charles le repugnó el
comentario, aunque no le desagradaba la chica.
—Entonces no me sirve ¿no
podría hacer un esfuerzo?
—¿Por quererle? ¡amor! No creo
en el amor —dijo ella.
—¡Pues váyase! ¡váyase! —chilló
él decepcionado.
Ella se dirigió hacia la
puerta mirándole con un cierto desprecio. Amor. Quién era él para pedirle amor.
—Si quiere amor, cómpreme un
anillo. Y luego hablaremos.
Un portazo sonó, dejando al
señor Bailey atónito y desesperado. Tampoco este movimiento le había servido de
nada. Increíble. Todo lo podía crear con la mente menos el amor. No funcionaba.
Si era falso no haría la reacción esperada.
Se hundió en su sillón pensando
que había llegado el final. Y así sucedió, ya el tiempo no era tiempo. La
eternidad llegaba con un susurro inesperado, el último aliento, el pensamiento
final. Se dejó llevar con el sonido de una nana. Era como si su madre le
cantase desde el cielo. Vio al fondo una luz, notó que no podía alcanzarla.
Flotaba, pero no llegaba. Entonces, apareció enfrente a su alma, un corazón
rojo, real, latiendo acompasado, un corazón feliz. Este se acercó lentamente y
se colocó en el lugar en el que estaría en su cuerpo. Algo dulce le despertó
del sueño eterno. Abrió sus ojos y estaba en su sillón, débil pero vivo. El
dichoso gato callejero le estaba lamiendo la cara. Dios mío. Pensó en las veces
que le había gritado, y ahora el, con leves maullidos sinceros le devolvía la
vida. Unas lágrimas cayeron por su rostro por primera vez en mucho tiempo. Ya
no se sentía sólo.
fin
Yolanda Del © Todos los derechos reservados.
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